martes, 31 de julio de 2012

Wanú Capítulo 1 punto 5


Sí, era la mujer más hermosa que había visto en su vida. Y el caso es que creía haberla conocido con anterioridad, pero... ¿dónde?

Murmuró unas palabras y su cuerpo se volvió traslúcido, en el momento justo en que la chica salía de la posada, mirando de un lado a otro -¿le estaría buscando?-.

Vió cómo la oronda posadera le traía una yegua, seguramente propiedad de la joven, y cómo se subía a la grupa ágilmente y marchaba. Por un momento estuvo tentado de seguirla, utilizando el mismo viento para tal empresa, pero desistió de la idea.

Con un ligero movimiento de los dedos invocó símbolos arcanos que brillaron ante sus ojos, y un resplandor le cegó, para mostrarle un paisaje diferente en cuanto pudo ver de nuevo.

Se encontraba en un enorme claro de bosque, donde siempre recurría cuando lo necesitaba, y ahora sus pensamientos se centraban en aquella extraña joven.

Se arrepintió de no haberla seguido, podría probar a hacer un conjuro de búsqueda, pero seguramente era mejor dejar las cosas como estaban. Por qué le preocupaba tanto¡Era una simple mujer, maldita sea!...

Desanudó la hebra que sujetaba su pelo y deshizo la trenza que le hizo Sarah. Se pasó los dedos entre los mechones, a la vez que se frotaba la sien. Anduvo con pasos cortos, con la mirada perdida, ensimismado en sus pensamientos.

Una ráfaga de viento tomó su pelo ensortijado y jugó con él. Se agachó a recoger una flor de pétalos tan rojos como la sangre y se la llevó despistadamente a los labios, acariciándoselos sinuosamente.

Wanú sintió cómo un escalofrío recorría su espina dorsal y se mordió los labios después de humedecérselos con la lengua. Tuvo el repentino deseo de sentir la suavidad de aquellos labios sobre su piel...

Se tiró sobre la hierba con las manos entrelazadas apoyadas en la nuca y cerró los ojos. Musitó un conjuro de protección y un tenue resplandor le envolvió. Se levantó una especie de cúpula de justas dimensiones, que serviría para protegerse de cualquier ataque, tanto mágico como de cualquier otra índole. El sonido del bosque y el calor del sol lo arrullaron facilitándole el descanso. Pronto se sumió en una profunda oscuridad que, de repente, daba paso a la luz rojiza de un cielo preñado de tristeza. Jadeaba mientras se alejaba a trompicones de la casa. No podía dejar que le atrapasen otra vez, debía huir y esconderse, para que, llegado el momento, poder cumplir con su promesa.

Malditos perros bastardos¡Cínicos hijos de cabra! - desdeñó entre dientes mientras la ira mellaba su corazón, desplazando hacia un rincón la tristeza.- Juro por... mi padre... mi amigo... que vais a pagar MUY CARA semejante afrenta. -

Se paró para volver la vista atrás y contemplar por última vez aquel vetusto edificio, del que parecía emanar una infinita tristeza por la pérdida de aquel gran hombre. Colina abajo estaba la gran casa de la familia, la casa de la que había escapado.

Sin duda, pronto descubrirían que ya no se encontraba en las mazmorras, en cuanto esos chacales fueran a verle con la intención de pasar un buen rato con él, torturándole.

Y, si mal se equivocara, saldrían a buscarle, como si fueran a dar caza a un animal.

Eso era lo que significaba para ellos, no importaba que fuera un niño, ni siquiera pensaban en él como humano. Ni tan sólo significaba nada para ellos el que fuera hijo de Eberouge, el que fuera fruto de un amor sincero, surgido en su juventud...

No, él no significaba absolutamente nada. Siguió andando hacia un nuevo destino, mientras su joven corazón se ablandaba y las lágrimas empezaban a aflorar atropelladamente, gimiendo mientras la barbilla le temblaba incontroladamente.

El sueño se desvaneció mientras Alken entreabría los ojos, una lágrima resbaló hasta caer en la hierba. Se quedó así unos segundos, respirando ajetreadamente, y, cuando el vaivén de su pecho se tornó suave y su respiración controlada, volvió a cerrar los ojos, cansado. El sopor le invadió y esta vez no tuvo ningún sueño agitado.

La imagen nítida de Wanú se perfiló en sus sueños.

Siempre la observaba desde la distancia. La primera vez que la vió estaba abrazada a Eberouge, escuchándole ensimismada, mientras observaban una preciosa puesta de sol, sentados en una roca que hacía las veces de banco, justo enfrente de la entrada de aquella vieja mansión.

Su pelo eran hilos de cobre de los que el sol arrancaba destellos rojizos, y sus ojos, violáceos, penetraban en su alma como cuchillos. Con ella descubrió un nuevo y doloroso sentimiento. Deseaba sobre todas las cosas poder conocerla personalmente, oír su voz y sentir su aliento y su calor, pero debido a su situación eso no era posible.

A pesar de saber que ella no era como aquellos que repudiaron a su padre, que incluso sería posible que lo entendiese, no podían arriesgarse, así que decidió no dar ese paso, a pesar de que su padre le había intentado convencer en varias ocasiones para que se atreviese a hablarle, él se ocuparía de hacérselo entender.

Pero respetaba sus decisiones, así que nunca le dijo nada, a pesar de que, a medida que ella iba creciendo y madurando, deseaba poderle ser del todo sincero, y el esconderle algo tan importante le entristecía enormemente. Realmente era la única persona con la que sabía que podía contar. Pasaban casi toda la parte del tiempo juntos, pues eran los únicos capaces de amarse tal y como eran, desnudos de toda hipocresía, y disfrutaban mutuamente de infinidad de experiencias que nadie más de la familia apreciaba.

Abrió los ojos, manteniendo la imagen de aquellos enormes ojazos en su mente.

Su padre siempre le explicaba cosas sobre ella, desde el primer momento en que empezó a hacer preguntas. Pero desgraciadamente le perdió la pista por culpa de aquel extraño suceso.

Tuvo que desaparecer de la región para esconderse y llevar a cabo su venganza, y ya no supo nada más de ella. Muchas veces se había preguntado qué había sido de la mujer, pero nunca volvió para averiguarlo.

No podía arriesgarse a que le descubrieran, puesto que aún no estaba preparado. Esperaba con ansia el día en que pudiera volver, y sentía que iba a ser muy pronto.

Pero no debía precipitarse, así que procuraba tomárselo con calma.

El aire se preñó de un olor dulzón y muy agradable... Aspiró con fruición, despertándose completamente del sopor. Se incorporó, frotándose los ojos con las yemas de los dedos.



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